miércoles, 8 de noviembre de 2017

Palabras Mudas

Con la fría calma que precede la tormenta dio la última calada a su cigarrillo, larga y profunda como su amor, lenta y tranquila como el rumiar de las vacas, soltó el aire, casi que con nostalgia por el humo que abandonaba sus pulmones, aplastó le colilla con la suela de su bota, apretó las correas de la montura, se ajustó bien el sombrero, y saltó sobre el lomo de su alazán con inusitada agilidad para alguien tan corpulento.

Mientras avanzaba lentamente revisó las municiones de su Winchester 1873, una reliquia que encontró olvidada en el zarzo de una casa en demolición, solo tenía siete balas calibre .44 y la recamara vacía, tendría que hacer valer cada tiro si quería sobrevivir. Verificó el filo de su cuchillo por si lo llegaba a necesitar, y amarró el zurriago del chacho de la silla, asegurándolo con la parte interna de su pierna derecha. 

A paso regular y calculado continuó su andar por entre los frondosos matorrales que rodeaban la vieja iglesia, ubicada en la mitad de la nada, el lugar perfecto para su rival quien, a razón de sus delitos, debía permanecer alejado de cualquier sitio que ostentara la más mínima concurrencia.

Desde lejos pudo observar que la misa ya había iniciado, su cálculo era perfecto, una vez empezara la acometida nadie podría escapar. Ahora solo faltaban los hechos,  –La parte fácil-, pensó con amargura. Acarició las crines de oro de su caballo, le palmeó el cuello con sobrado afecto, desenfundó la escopeta y montó el primer tiro, se ubicó a unos 300 metros del lado derecho de la edificación que pretendía tomar por asalto, teniendo sumo cuidado en no anunciar su llegada anticipadamente a los hombres que con celo cuidaban la entrada del atestado recinto.

Una vez estuvo en el lugar que consideró más apropiado salió de entre los matorrales como un espectro, soltó las riendas, tomó la escopeta con ambas manos apuntándola al menos lejano de los vigilantes, oró con toda la fe que le quedaba, pidiendo al cielo perdón y ayuda en esta su hora, que podría ser la última, y con un leve movimiento de talones le indicó a su cabalgadura que el momento había llegado.

El magnífico alazán, tan entendido, tan acostumbrado desde antes de que el tiempo fuera tiempo a entender los caprichos del jinete, se lanzó a la carrera como si fuera el viento hecho caballo, cubriendo como una exhalación la distancia que los separaba del objetivo, sin que retumbar de sus cascos se oyeran en lo más mínimo, mientras el jinete tranquilamente apuntaba a al primer contrincante quien, al igual que sus compañeros, pensaba inocentemente que el peligro vendría de frente y por la carretera. 

Con el alma triste por las muertes que adelante le esperaban, pero convencido de su necesidad, el jinete apretó el dedo índice y sonó un fogonazo, inmediatamente el primer hombre cayó sin saber si quiera de donde le había llegado la muerte. ¡PUM! Otro disparo certero sucedido inmediatamente por el segundo cuerpo inerte, pero los tres hombres restantes ya tenían las armas empuñadas y empezaron la reciprocidad en atenciones.

El caballo comenzó a zigzaguear sin perder su avance para no ser un blanco tan sencillo, mientras el jinete mantenía con pericia el equilibrio y aflojó un tercer balazo que alcanzó su objetivo, pero no lo hirió fatalmente. –Ya lo remataré-, pensó mientras soltaba la cuarta bala y otro difunto se sumaba a su prontuario. 

El quinto hombre era demasiado menudo, demasiado rápido, dos balas del Winchester le pasaron zumbando sin rozarlo siquiera y, cuando la tercera le dio en la frente, cayó dando un último disparo que se alojó en la pierna del atacante. Guardó la escopeta, ya sin municiones, en su funda y recuperó las riendas del caballo, paso a paso se acercó al pórtico de la iglesia deteniendo al equino junto al cuerpo del hombre que aún estaba con vida, templó entonces un poco la rienda mientras le hincaba los talones al caballo haciéndolo encabritar, aplastando así el cráneo del caído cuando las patas del animal tocaron tierra. 

Entró en la iglesia sin bajar del caballo, abriéndose paso a la mala entre todo aquel que se quiso interponer entre él y su objetivo, quitándolos del medio ya fuera de un garrotazo con el zurriago de madera de caragualo, o con el poderoso pecho del caballo. 

Al fondo de la nave principal de la iglesia, parada junto al altar, se encontraba ella, vestida de blanco, tan radiante, tan hermosa, más inocente que un niño, más astuta que cualquier zorro, mirándole acercarse con los ojos brillantes, llenos de amor y de dudas. Un lujurioso calor la invadió en un principio, al verlo tan osado, tan valiente, magnifico y terrible enfrentando la muerte con su gabardina oscura, sus ropas azules y el sombrero blanco, montado en su envidiable caballo todo aperado de un negro impecable. Sin embargo, mientras él se acercaba, ella no se movió, pues entre menos distancia había entre ellos, la mujer más se percataba de lo raída y vieja que el hombre traía la ropa y cuan percudido estaba su sombrero blanco. 

Cuando el jinete estuvo frente a ella, le tendió una mano, sin mediar palabra pero con dulce mirada como queriendo decir -¿nos vamos?-. Ella intentó avanzar, pero inmediatamente se detuvo y miró a su futuro esposo, quien carente de toda gracia física, y de emoción alguna, se encontraba impasible junto a ella, imperturbable, realizando las habituales sumas y restas mentales, sin dar la menor muestra de alteración, preocupación, tristeza, amor, o importancia a nada, un hombre feo y vacío con los bolsillos llenos de dinero, impecablemente vestido para la ocasión, un tipo que claramente la ignoraría a diario pero podría seguir brindándole a ella el estilo de vida al que estaba acostumbrada desde la cuna, y así, sin mediar palabra, se quedó dónde estaba y tomó de la mano al que estaba junto a ella, mirando con profunda tristeza al jinete como quien dice –Aquí me quedo, perdiste el viaje-.

El hombre sonrió con amargura y dio media vuelta, saliendo de la iglesia con la misma lentitud y seguridad con la que había entrado, la espalda recta, las piernas firmes, el culo asentado y sin una sola lagrima o contracción que delatara su dolor, de alguna manera se marchaba tranquilo, pues aunque lo había perdido todo, aún no había nacido quien se atreviera a arrebatarle su montura y su caballo. Junto al altar, la dama de blanco contenía la lágrima más amarga, ella también sabía que estaba cometiendo un error.


FIN

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