lunes, 4 de mayo de 2020

El Sepulturero


Últimamente se me ha estado dando mejor la prosa que el verso, por eso quise publicar este relato, o cuento si se lo prefiere. Debo hacer claridad que el toque costumbrista se debe, en parte, a que por los días en que lo pensé, estuve leyendo La Otra Casa, y un par de Novelas de Manuel.

Espero que lo disfruten.

El Sepulturero

Ese día, él no debía estar haciendo la labor en la que estaba y, mucho menos, pa’ quien le tocó ejercerla; aquel día, desde hace tiempo, estaba destinado pa’ andar celebrando, bebiendo y bailando, no pa’ estar enterrando, no pa’ enterrarla a ella. Que vicio ese que tiene la gente de morirse sin avisar y sin preguntar primero.

Solo sabía que la había encontrado muerta, y lo que es peor, en los brazos de otro. ¿o se murieron juntos después de que el los hubiera encontrado? No lo sabía con certeza, no se acordaba, o no quería hacerlo. Pero ahora estaba muerta, y mientras alguien en alguna parte enterraba al cretino, el echaba pala pa’ enterrarla a ella.

Ya no llevaba la cuenta de los golpes que le había dado a la tierra pa’ abrir esta nueva tumba, tampoco podía calcular cuantas tumbas llevaba cavadas a lo largo de los años.  Muchos muertos a lo largo de los años… ¡que bendita maña!…  esa de morirse… A veces pensaba que la gente, las cosas, los sueños, fueran paridos (con tanto esfuerzo) no mas pa’ eso, pa’ estirar la pata al rato.

Llegó a ser sepulturero cuando, apenas arrancando la vida, el primer muerto se le atravesó en el camino. Le tocó, como le toca a los hombres cuando no tienen más remedio, abrir el primer hueco; ya no recordaba que amor había sido ¿una mujer? ¿un amigo? ¿de pronto un animal? seguramente una bestia… ¿o tal vez  fue un perro?... El caso es que todavía estaba muy joven pa’ andar enterrando sueños, eso llegó después, pero de ahí pa’ adelante todo fueron más fosas que dichas.

Ahora, mientras abría este nuevo hueco, pensaba que ya era sepulturero desde antes de empuñar la primera pala, no sabía muy bien si había nacido pa’ enterrador, o si había nacido enterrado. Oficio amargo el que le tocó…a veces se sentía como un guaquero, solo que esos abrían huecos pa’ encontrar fortunas, este los hacía pa’ enterrarlas. De pronto, solo de pronto, era que su fortuna estaba escondida en lo mas hondo de su cementerio; de pronto, solo de pronto, la pudiera encontrar abriendo un socavón cien veces más hondo que todos los otros; pero todavía no la encontraba… todavía no, tal vez algún día.

Mientras el azadón caía, las lágrimas (tan cerreras) como él, se le secaban resabiadas antes de asomar a los ojos. Lloraba pa’ adentro, como lloran los hombres que, de tanto haber berria’o, ya no saben cómo. Cada palada de tierra era una palabra tan muerta como la dueña de la tumba, una expresión tragada a la fuerza pa’ hacerle crecer la barriga. Otro amor que se fruncía, otro hueco que abrir; que oficio tan amargo, ese de vivir.

Pa’ colmo, su cementerio no era normalito y aplana’o. Era en una montaña falduda, ancha como su pecho, engrandecida a fuerza de briegas y angustias;  los sepulcros eran abiertos a modo de túneles, los cuales debían ser, por lo menos, el doble de profundos que el cajón. 

Cuando llegaban las épocas de lluvias, lavaban la montaña, movían la tierra, y siempre quedaban al descubierto dos cajones medio viejos, no importaba que tan hondos fueran los huecos, siempre los mismos dos muertos, se rehusaban a  permanecer enterrados, como si los huéspedes empujaran la tierra de adentro hacia afuera. Estas tumbas le recordaban las gusaneras que no se detectan porque las heridas cicatrizaron en falso. Sospechaba que con esta recién difunta, iba a pasarle lo mismo, esperaba que no, ya tenía trabajo suficiente con los otros dos; trabajo ingrato el del sepulturero, pasarse abriendo y tapando los mismos huecos después de un aguacero. “La tierra en loma y la mujer mona… fueron hechas pa’l sufrimiento de los hombres”. En ese camposanto se materializó el dicho del abuelo.

Su distinguida clientela, desde hace ya muchos años, raras veces fue despedida con llanto, casi nunca tenía velorio, el único luto eran pala, pica, azadón y recatón; abriendo y cerrando huecos; y en esos socavones de muertos, quedaba también un pedazo del hombre, donde revivía y moría un poco el mismo enterrador, allí en cada agujero se quedaba él con sus muertos.

No eran solo personas, a lo largo de los años también había dejado allí sueños, proyectos, cosas, animales… la necrópolis de amores; era un inacabable cementerio, inconvenientemente puesto en una loma tan empinada como un farallón, una loma que a su vez, también tenía su propio hueco.

No tenía más remedio que seguirlo haciendo, había nacido pa’ sepulturero, solo sabía enterrar amores al tiempo que se enterraba a sí mismo, cargando al hombro azadón, recatón y pala; había nacido pa’ tomar aguardiente pensando en lo que, sin remedio alguno, siempre se iba, y cada trago lo brindaba, mirando a los ojos dulces de la ingrata Parca.

Al terminar la faena, una única lagrima salió, cayó fuerte y pesada, sólida como piedra, incrustándose en el suelo a modo de lápida,  era del más fino mármol italiano, y en él se leía una única inscripción.

“Aquí yace otro sueño muerto, otro gran amor”


*Sugerencia: nuevamente les recomiendo el blog de mi amigo Carlos Giraldo, aquí les dejo el link http://misnotasdehumo.blogspot.com/