El frío se
quedó en el umbral de la ventana, muerto del susto por el calor que ella
irradiaba aquella noche, cuando Caperucita rodeó al lobo con sus perfectas
piernas y a mano limpia lo sometió.
Nadie podía
prever el fragor que ocultaba esa inocente cara. ¡Lobo pendejo! no entendió a
tiempo quien era realmente la presa, y quien la verdadera fiera; hipnotizado
por sus besos y ese criminal cuerpo, a sus ojos se les escapó que en el lugar
donde debía tener el corazón solo había un hondo hueco negro ¡lobo cegatón! ¡Disque
tenía ojos grandes para verla mejor!
Caperucita se
cenó al lobo una vez, y luego otra; una y mil veces se lo comió, luego le
despegó la piel de los roídos huesos y se tapó la desnudez con aquel pellejo.
Al final del
cuento la piel del animal terminó en la sala, convertida en tapete, y la
cabezota adornando la chimenea de la cazadora bestial; mientras que los huesos
deambulan, sin cabeza y despellejados, seguros de que el precio pagado es bajo al
recordar tantos besos cargados de pasión. e Y de tarde en tarde cuando se acuerda de ella, el descabezado lobo tranquilo piensa:
-Que mi piel
limpie sus pies, vale la pena el recuerdo,
aunque dicha tarde jamás se repitiera.
Su sonrisa lo
acompaña, sus pestañas le amortiguan las caídas, sus labios dulces le encantan;
él esqueleto, cadáver ambulante de alguien (o algo) que alguna vez fué, la
recuerda todavía.
En donde
quiera que ella esté, el sentir del lobo la acompaña, queriendo vivirlo todo, pero
esta vez, desde la tarde hasta la mañana.