miércoles, 24 de junio de 2020

La Huida

A veces, cuando retomo las publicaciones después de varios días de ausencia, comparto un breve apartado de mi novela, estos siempre los selecciono de tal forma que puedan servir como "cuentos cortos" pues el episodio por si mismo ya narra una breve historia. El que traigo hoy, es sin lugar a dudas uno de mis favoritos, espero lo disfruten y acepto críticas y observaciones.

(...)

Un fuerte relincho le despertó horas después del anochecer, algo ocurría en los establos pues se oía a varios hombres que soltaban insultos y luchaban encarnizadamente con un caballo furibundo al que no lograban dominar. Un segundo relincho le puso los pelos de punta, sin pensarlo dos veces echó el fardo al hombro y saltó por la ventana al techo de la caballeriza y, abriendo una grieta al artesonado, entró en ella como pudo; pasó a la fuerza por la brecha recién abierta y al no haber ningún apoyo debajo del encielado cayó como una piedra en medio del cuarto donde se guardaban los aperos de montar.

El lugar olía a sudor de caballo y cuero rancio, pero Ángodres no le prestó atención a ello, tumbó la puerta de un feroz empujón y al tratar de salir tropezó con su propia silla, iracundo la levantó tirándola hasta la mitad del pasillo para que dejara de estorbar. Allí afuera varios hombres luchaban contra Liceum en una épica batalla por derribarlo con el fin de cortarle los cojones. – ¿Qué demonios está pasando aquí?-. Gritó enfurecido, a la vez que se acercaba sujetando el mango de su espada aun sin desenvainar, pero con la intención de usarla contra los siete hombres que estaban de pie arrinconando al enajenado caballo; le tenían sujeto con varias sogas de cuero. Las puertas de dos de las pesebreras se encontraban completamente destruidas, una de ellas era la puerta del lugar donde estaba acomodado Liceum, en la otra había una hermosa yegua de color isabelo. Uno más uno es dos, Ángodres inmediatamente supo lo que había ocurrido; El caballo, ebrio de amor y de ganas, destruyó como pudo las puertas que lo separaban de la yegua en cuestión, cubriéndola, seguramente, en repetidas ocasiones.

Allí lo sorprendió el dueño de la yegua, quien molesto por tal atrevimiento escandaloso tomo la decisión de castrar al caballo para desquitar su frustración.
– ¡Este animal de los mil demonios ha montado sobre mi yegua! ¡Seguro la preñó y ahora me voy a ver alimentando la cría de ese jamelgo sobrevalorado!-. Exclamó el ofuscado señor botando babaza por su enorme bocota y forcejeando con todas sus fuerzas para tratar de dominar al magnifico caballo, pero sus esfuerzos y los de todos sus compañeros eran vanos, se necesitaba mucho más que eso para poder contener el ímpetu de un corcel como Liceum.

Ángodres sintió el impulso de matarlos a todos al ver como su caballo era maltratado, pero en el último momento se contuvo. –Debería darse por afortunado señor, y dar gracias por el regalo que mi caballo le acaba de hacer. ¡Ahora suéltelo de inmediato!-. Tronó este al tiempo que desenfundaba la afilada daga que cargaba en su espalda. –No me gusta decir las cosas dos veces-. Completó al ver que no pensaban obedecer.

Los siete hombres aflojaron las sogas con las que desesperadamente trataban de dominar al caballo solo para descargar toda su amargura sobre Ángodres, pero en cuanto le dieron la espalda al animal, este salió corriendo con la velocidad de un rayo en dirección de su amo quien, sin perder tiempo, saltó ágilmente sobre el palafrén sin dejarlo detenerse, apretó con fuerza sus piernas en torno al caballo; con la pericia del más consumado jinete, y agarrándose de la crin para no dejarse caer, se inclinó cuanto pudo hacia el lado derecho, estiró el brazo, echó mano a sus aperos arrastrándolos por unos segundos antes de volverse a enderezar. Hombre y jinete continuaron la huida a toda carrera sin mirar por encima del hombro, perdiéndose en medio de la oscuridad de la noche con un amasijo de sogas revoloteando tras de ellos. Avanzando en la veloz retirada, Ángodres realizaba unas maniobras inexplicables, cortando las cuerdas que aun pendían sobre el cuello del animal para que este no se enredara con ellas en su infatigable correr, y así abandonaron como una exhalación el poblado; continuando la huida durante muchas millas después de haber dejado atrás las ultimas luces del Doplueh antes de reducir la velocidad y parar junto a un riachuelo a recuperar el aliento.


A medida que el caballo abrevaba copiosamente el jinete recordó las palabras del viejo loco y repasaba entre sus pertenencias para contar las pérdidas sufridas en la Posada del Exhausto, había logrado salvar en la intempestiva huida la mayoría de sus armas, el ajuar completo del caballo, y su armadura; pero sus víveres, ropas, y la lanza de fresno con punta de acero habían quedado olvidados quien sabe dónde. Ahora estaba en las manos de la fortuna para alimentarse, la ropa no le importaba en el camino que le faltaba por recorrer aun pasaría por varias ciudades, con seguridad encontraría otro lugar o en su defecto un mercader ambulante que fuera de paso por el mismo camino para comprar una muda de recambio. En cualquier caso no era nada que tuviese verdadera relevancia para un guerrero.