A veces, cuando retomo las publicaciones después de varios días de ausencia, comparto un breve apartado de mi novela, estos siempre los selecciono de tal forma que puedan servir como "cuentos cortos" pues el episodio por si mismo ya narra una breve historia. El que traigo hoy, es sin lugar a dudas uno de mis favoritos, espero lo disfruten y acepto críticas y observaciones.
(...)
Un fuerte relincho le despertó horas
después del anochecer, algo ocurría en los establos pues se oía a varios
hombres que soltaban insultos y luchaban encarnizadamente con un caballo furibundo
al que no lograban dominar. Un segundo relincho le puso los pelos de punta, sin
pensarlo dos veces echó el fardo al hombro y saltó por la ventana al techo de
la caballeriza y, abriendo una grieta al artesonado, entró en ella como pudo; pasó
a la fuerza por la brecha recién abierta y al no haber ningún apoyo debajo del
encielado cayó como una piedra en medio del cuarto donde se guardaban los
aperos de montar.
El lugar olía a sudor de caballo y cuero
rancio, pero Ángodres no le prestó atención a ello, tumbó la puerta de un feroz
empujón y al tratar de salir tropezó con su propia silla, iracundo la levantó
tirándola hasta la mitad del pasillo para que dejara de estorbar. Allí afuera
varios hombres luchaban contra Liceum en una épica batalla por derribarlo con
el fin de cortarle los cojones. – ¿Qué demonios está pasando aquí?-. Gritó enfurecido,
a la vez que se acercaba sujetando el mango de su espada aun sin desenvainar,
pero con la intención de usarla contra los siete hombres que estaban de pie arrinconando
al enajenado caballo; le tenían sujeto con varias sogas de cuero. Las puertas
de dos de las pesebreras se encontraban completamente destruidas, una de ellas
era la puerta del lugar donde estaba acomodado Liceum, en la otra había una
hermosa yegua de color isabelo. Uno más uno es dos, Ángodres inmediatamente supo
lo que había ocurrido; El caballo, ebrio de amor y de ganas, destruyó como pudo
las puertas que lo separaban de la yegua en cuestión, cubriéndola, seguramente,
en repetidas ocasiones.
Allí lo sorprendió el dueño de la yegua,
quien molesto por tal atrevimiento escandaloso tomo la decisión de castrar al
caballo para desquitar su frustración.
– ¡Este animal de los mil demonios ha
montado sobre mi yegua! ¡Seguro la preñó y ahora me voy a ver alimentando la cría
de ese jamelgo sobrevalorado!-. Exclamó el ofuscado señor botando babaza por
su enorme bocota y forcejeando con todas sus fuerzas para tratar de dominar al
magnifico caballo, pero sus esfuerzos y los de todos sus compañeros eran vanos,
se necesitaba mucho más que eso para poder contener el ímpetu de un corcel como
Liceum.
Ángodres sintió el impulso de matarlos a
todos al ver como su caballo era maltratado, pero en el último momento se
contuvo. –Debería darse por afortunado señor, y dar gracias por el regalo que
mi caballo le acaba de hacer. ¡Ahora suéltelo de inmediato!-. Tronó este al tiempo
que desenfundaba la afilada daga que cargaba en su espalda. –No me gusta decir
las cosas dos veces-. Completó al ver que no pensaban obedecer.
Los siete hombres aflojaron las sogas
con las que desesperadamente trataban de dominar al caballo solo para descargar
toda su amargura sobre Ángodres, pero en cuanto le dieron la espalda al animal,
este salió corriendo con la velocidad de un rayo en dirección de su amo quien,
sin perder tiempo, saltó ágilmente sobre el palafrén sin dejarlo detenerse,
apretó con fuerza sus piernas en torno al caballo; con la pericia del más
consumado jinete, y agarrándose de la crin para no dejarse caer, se inclinó cuanto
pudo hacia el lado derecho, estiró el brazo, echó mano a sus aperos arrastrándolos
por unos segundos antes de volverse a enderezar. Hombre y jinete continuaron la
huida a toda carrera sin mirar por encima del hombro, perdiéndose en medio de la
oscuridad de la noche con un amasijo de sogas revoloteando tras de ellos. Avanzando
en la veloz retirada, Ángodres realizaba unas maniobras inexplicables, cortando
las cuerdas que aun pendían sobre el cuello del animal para que este no se enredara
con ellas en su infatigable correr, y así abandonaron como una exhalación el
poblado; continuando la huida durante muchas millas después de haber dejado
atrás las ultimas luces del Doplueh antes de reducir la velocidad y parar junto
a un riachuelo a recuperar el aliento.
A medida que el caballo abrevaba
copiosamente el jinete recordó las palabras del viejo loco y repasaba entre sus
pertenencias para contar las pérdidas sufridas en la Posada del Exhausto, había
logrado salvar en la intempestiva huida la mayoría de sus armas, el ajuar
completo del caballo, y su armadura; pero sus víveres, ropas, y la lanza de
fresno con punta de acero habían quedado olvidados quien sabe dónde. Ahora
estaba en las manos de la fortuna para alimentarse, la ropa no le importaba en
el camino que le faltaba por recorrer aun pasaría por varias ciudades, con
seguridad encontraría otro lugar o en su defecto un mercader ambulante que
fuera de paso por el mismo camino para comprar una muda de recambio. En
cualquier caso no era nada que tuviese verdadera relevancia para un guerrero.