Hay tristezas que son furtivas, que pasan rápidamente cual
ventisca fuerte que se pierde en segundos, y hay otras duraderas, que se
acomodan en los huesos, que atacan y arremeten sin tregua contra el corazón maltrecho.
Hay tristezas que no sanan por la profundidad del
sentimiento, que solo se aprenden a llevar, pero que jamás abandonan el pecho. Hay
tristezas leves y superfluas hijas de suertes pasajeras, de circunstancias insípidas,
de sucesos que fácilmente se olvidan.
Tristezas que se hacen públicas para drenarlas prontamente,
otras son inconfesas debido al orgullo existente. Tristezas que quedan en casa,
al salir a la oficina, otras que te acompañan, hasta el final de los días.
Hay tristezas de amor y de odio, tristezas de arrepentimientos,
tristezas de soledad, tristezas que se lleva el tiempo.
Pero por cada tristeza existente, siempre existe una fuerza
latente, que las arrastra o que las destruye, o en más fuerza las convierte.
Una fuerza inaudita que no nos suelta ni cede, que se vuelve
hierro y piedra y los dolores a palos muele.
Una fuerza que se vuelve rabia, o fría serenidad, que nos
lleva hacia adelante y nos acompaña hasta la muerte.
Fuerza interior y física, fuerza de amor o maldad, furia del
cielo que mira, y hace eco en la eternidad.
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